
Arte y consciencia: soledad y ermitaño
La soledad en el camino supone avanzar dentro de una esfera de enriquecimiento, que nos enfrenta y empuja a lo desconocido.
En el comienzo de la «Oda a la vida retirada» de Fray Luis de León, nos habla de un ideal, una vida alejada del mundo:
“¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;”
Sus versos se alejan del poder y el lujo, él ansía el contacto con la naturaleza, como espejo de lo divino. La propuesta es el deseo de estar consigo mismo, libre de cargas terrenales.
Los ermitaños son y han sido personas que viven en soledad, ascetas que buscan una vida mística.
Renunciando a lo mundano y viviendo en la austeridad más profunda, pretenden conseguir una perfección espiritual.
Estas figuras existen en múltiples culturas religiosas, católicas, budistas, hinduistas. Se les ha relacionado siempre con la búsqueda de una conexión con la divinidad muy elevada.
Los ermitaños poseían una sabiduría y conocimiento muy profundo. Se aislaban de la civilización y estaban en contacto continuo con la naturaleza, llevando una vida sencilla y sobria, en cuanto a alimentación y rutinas diarias.
El fin máximo de esta búsqueda de la soledad, sería ir al encuentro de la verdad en unidad con la naturaleza, como camino de desarrollo espiritual, donde la contemplación, la meditación y la oración lo son todo.
La soledad viene del latín solitas, que significa cualidad de estar sin nadie más.
Es un estado que puede ser voluntario, o por el contrario se puede sentir estando rodeado de personas.
La soledad interior, produce un vacío inquebrantable, llevando a estados de tristeza, melancolía, desamparo, inseguridad y falta de amor.
Si es una elección propia, si se elige: hablamos de personas como los ermitaños. Toman la decisión de elegir ese camino porque consideran que es una forma de purificar su espíritu. En cambio, las personas que se sienten en soledad dentro de la sociedad tienen un hueco interno que les consume.

Gustav Doré realizó este grabado en 1870, » El ermitaño en la montaña».
La persona está dentro de un paisaje rocoso, lo que nos hace percibir la dureza y firmeza de la elección de esa vida. Se tiene que tener una convicción muy fuerte para trasladarse en el tiempo con lo que le rodea. Tiene una vara, como apoyo y sostén, empuje para continuar su camino empedrado, como si fuese una metáfora de su propio recorrido vital.
Contempla el paisaje nocturno, con el silencio de la luna y las nubes que le acompañan. Hay quietud, se respira calma y una paz profunda. Se puede percibir la apertura hacia lo inconmensurable. Un recorrido sin retorno.
¿Cómo se ve la soledad?
La soledad ha sido representada a lo largo del tiempo de muchísimas maneras, para mostrar la naturaleza humana como un estado de introspección profunda, donde el individuo aparece en espacios de frialdad emocional.
La obra de Joan Brull “Ensueño” de 1897, representa una joven que está sola, dentro en un ambiente onírico, está mirando a lo lejos a un grupo de jóvenes jugando al corro. Con su gesto parece señalar esa escena, invita al espectador a hacernos partícipes de su deseo:
¿Quiere estar allí?
¿Desea desaparecer de su aislamiento y unirse, para no sentirse sola?
¿Ansía pertenecer al grupo?
El artista genera esa duda dentro de este marco misterioso, en nocturnidad y con la luna tamizada por los árboles.


El cuadro, “La melancolía” de Constance Marie Charpentier de 1801, se centra en la figura femenina rodeada de árboles, inmersa en sus pensamientos. La postura afligida, la mirada perdida, nos hablan de la melancolía como estado inherente a la ausencia.
En soledad aparecen elementos mentales que pueden llegar a torturarnos y esclavizarnos, la imagen de ella nos transmite esa melancolía frágil a merced de lo que parece ser inevitable.

Cuadro “Esperanza” de George Frederick, 1886. Aquí la joven aparece con los ojos vendados, no puede o no quiere ver la realidad. El cuadro aparentemente, nos transmite tristeza y melancolía: una figura aislada, los colores apagados, la torsión de su cuerpo.
Está con la cabeza inclinada sobre una lira, de la que prende una sola cuerda. Todo gira en torno a la soledad más abrupta.
Parece estar sentada sobre una esfera, que flota sobre el agua y las nubes, como si fuese navegando sobre el globo terráqueo.
Ella tiene el poder de avanzar sin ningún rumbo fijado, es llevada, conducida, confía.
Sobre ella se ve una diminuta estrella, muy sutil, casi invisible, pero está. Es el símbolo que brilla por encima de la desesperación y la ausencia.
Los momentos de soledad pueden ser buscados de manera puntual, ir a la búsqueda de un yo profundo que se diluye en el barullo que nos rodea. Ese ruido no sonoro, es desconexión con uno mismo, lo que hace que sintamos esa soledad.
Los ermitaños, en cambio, se nutren de ella y están en paz. Se retroalimentan continuamente de ese aparente vacío, sin esperar nada del exterior; mientras construyen su gran espacio interior y así, expandirse.
La soledad no es soledad cuando se hace consciente y te acompañas a ti mismo en la búsqueda de la verdad.
Para encontrarte, reconocerte y amarte en soledad.
